(originalmente Publicado en El Espectador el 22 de Diciembre de 2018)
#EconomíaParaMiPrima
Hace poco escribí en esta columna de la conversación con mi prima Isabel, de diez años, sobre la mala idea de subir impuestos. Ni la izquierda que proponía un mega-Estado que diera todo gratis ni la derecha que apoya a Duque han mostrado estar dispuestas a pagar más impuestos. El Gobierno insistió y dilapidó todo su capital político.
En Colombia la ideología es progresista y generosa cuando le pedimos servicios al Estado, pero cuando se anuncia que le van a tocar el bolsillo a cualquier grupo para financiar eso que piden, todos terminan siendo libertarios.
Y es que no es justo. Según la Contraloría, los subsidios en Colombia son más del 40% del Presupuesto General de la Nación ($110 billones) y gran parte de ellos terminan en personas adineradas. Podríamos aceptarlos si estos fueran eficientes, focalizados y temporales, pero la realidad es que en Colombia se regala mucha plata porque sí, porque los gremios logran influenciar el Gobierno para rentar a costillas del resto de la población.
Mi prima vio en televisión la protesta de los cafeteros. Le conté que aspiran a que el Gobierno les regale plata por una caída en el precio internacional del café. Ella y yo creemos que un bajón en el precio de los alimentos (incluyendo el café) es una excelente noticia, pues aumenta el ingreso real de los consumidores, pero a los productores (entre ellos, los cafeteros) les parece que, en vez de competir, innovar o cambiar de industria, deben pedirle al Gobierno que obligue a los contribuyentes a pagar sus pérdidas indefinidamente.
Una cosa es subsidiar a una persona pobre mientras sale de la pobreza y que esta, por cualquier razón, tenga como oficio recoger café. Pero lo que se ha terminado haciendo es subsidiar personas, sean pobres, ricas o de clase media, solo porque tienen sembrados de café. En la primera situación importa la vulnerabilidad de la persona; en la segunda, su poder de chantaje.
El lector puede probar mi afirmación por su cuenta y verá que es imposible explicarle a una niña de diez años por qué un cafetero de ingresos medios merece más un subsidio que un arrocero pobre, un panelero pobre o un vendedor ambulante pobre.
—Yo creo, primo, que debemos ayudar los niños pobres —me dijo.
—Bien dicho, prima. Lo importante no es proteger industrias ineficientes, sino personas pobres mientras salen de la pobreza.
—¿Y cómo así? ¿Es que las ayudas no van a los pobres?
—No van a los pobres. Si tú miras los números, el Gobierno hoy se gasta menos de $1 millón en atender a cada enfermo, menos de $4 millones en la educación de un niño, pero se gasta casi $20 millones subsidiando cada pensión, en su mayoría de personas ricas. La plata que tanto necesitamos se va en subsidios para quienes no lo necesitan.
—¿Como un Robin Hood al revés? —me preguntó.
—Algo así —le dije.
—¿Y si mejor el Gobierno deja de regalarles a los que no lo necesitan a ver si le ayuda a los más pobres y deja de pedirles más plata a los que trabajan?
